Entrevistas a José Pedroni (2 de 5)

EL HERMANO LUMINOSO

Entrevista de José Eduardo Seri (Diario   «La Capital »  de  Mar del Plata, 13 de enero de 1960)

Antecedentes

Hace dos años aproximadamente, el firmante de esta nota, interrumpiendo su viaje a Rafaela detuvo su marcha en la ciudad de Esperanza. El nombre tan verde de esa linda población santafecina (santafecina con «s» aunque se enoje la Academia) lo venía sugestionando desde hacía tiempo. Allá, en la médula de la ciudad –vital, poderoso, con proyecciones humanas y divinas−, habitaba un hombre. Un ser dulce, puro corazón, que alguna vez había estremecido el alma de la patria con la armonía casi milagrosa de sus cantos.

            Apenas el viajero descendió del ómnibus (porque viajaba en un ómnibus), ávidamente preguntó por él. En el acto, un hombre humilde –acaso, Mihail el guardahilos, tan celebrado en uno de sus libros por aquel creador de raíz universal− lo condujo hasta la puerta de una fábrica de arados, cuyo nombre, naturalmente, no viene al caso. Había en esa fábrica de todo lo que puede haber en una fábrica de arados: hierros, rejas, motores y relucientes hojas de metal. Cuando el viajero fue atendido preguntó con vos trémula por el ser angélico que tanto y tan hondo se le había metido, enraizándose, en la admiración y el afecto.

            Desde el fondo de la fábrica, un grito estentóreo, amargo y negativo, le dejó al visitante la sangre pálida:

            −¡Dice que no puede recibir a nadie!… ¡Está muy ocupado!

            Ante la comprobación de tal recibimiento, no quedó sino un recurso. Irse. Irse otra vez, porque irse era, después de todo, no sólo una solución decorosa, sino que además, de muy especial manera, la reflexiva conjugación de un verbo que, luego con el andar de los años jugaría en la vida del visitante un papel de auténtica realidad dramática.

            Había que irse, pues, pero no sin amargura, sin decepción, sin desencanto por los hechos del hombre que, a veces, engañan deliberadamente o asumen en la majestad de la vida un rol que no les corresponde, negando, traicionando, haciendo en fin, todo eso que suelen realizar ciertos seres cuando a costa del dolor ajeno dejan tras de sí un reguero que no es luminoso ciertamente.

            Y otra lágrima se le cayó al viajero. ¡Y éste −pensó− es el hombre que ha estremecido en corazón de la República; el magnífico hacedor de cantos; el realizador de cosas superiores; la entraña palpitante que tan profundo ha calado en la raíz del pueblo!… ¡Gran Dios!… ¡Qué pena comprobar la autenticidad de ciertos hechos!… Y el viajero –deprimido mucho más que Napoleón cuando se supo prisionero de los ingleses− retomó el hilo de su itinerario y llegó, como es natural a Rafaela. En esta ciudad, afortunadamente estaban –y están todavía− Mario R. Vecchioli, José Bucchi y una mujer compañera –Edelmira Chizzini− que fue quien, en síntesis, le ayudó al caminante a vivir y a recuperarse. Un milagro, pero un milagro con alas, con vocación de cielo, con largas y hermosas estaciones de sueño, ideal, de palabras de aliento, de sangre abastecida por el fervor y enriquecida por el latido del alma de las cosas.

            Antes de descender en Esperanza, el visitante sabía, como es lógico, quién era aquél creador que, valiéndose de un tercero, le negó el abrazo en la fábrica de arados, precisamente, «el hermano luminoso», tan querido y tan justamente celebrado por Lugones en página memorable aparecida en «La Nación», de Buenos Aires, cuando ese creador había dado a luz su segundo libro: Gracia Plena, documento poético de los que ya no se ven en este país –desgarrado, torturado y enloquecido, por el drama de los acontecimientos−.

            Y el viajero sabía también que ese creador había nacido en Gálvez (Santa Fe), al iniciarse la primavera de 1899; que sus padres eran Gaspar y Felisa Fantino. El primero constructor, natural de Lombardía (Italia); la segunda hilandera, originaria de Piamonte; que su esposa se llamaba –se llama− Elena Chautemps y que, además tenía –y tiene− cuatro hijos: Omar, José María, Juan Carlos y Ana María. Y sabía, asimismo, el frustrado visitante, que en el lugar de su nacimiento ese hombre había permanecido hasta la edad de trece años; que en 1912, su familia –residente ya en Rosario− había dispuesto que estudiara mientras se desempeñaba como cadete en la fábrica de un cerealista; que ese hombre –muchacho todavía− se había quemado las pestañas leyendo, estudiando y concurriendo de noche a la Escuela Superior de Comercio de Rosario, donde había obtenido, tras largos desvelos, su título de Contador. Conocía, además en viajero, otro antecedente ilustre: que en 1923, cuando publicara La gota de agua, había recibido como recompensa por esa perdurable labor intelectual, el Segundo Premio Nacional de Letras, es decir, un espaldarazo de los mejores para quien, como él, aseguraba y confirmaba su destino con la publicación de su primer libro.

            Todo lo sabía el viajero, menos, naturalmente, que un día, en la puerta de una fábrica de arados, ese creador, valido de interpósita persona, le haría gritar con voz estentórea, amarga y negativa:

            −¡Dice que no puede recibir a nadie!… ¡Está muy ocupado!… ¡Gran Dios!… ¡Que pena comprobar la autenticidad de ciertos hechos!…

 

El milagro

            Bueno; la verdad es que la vida pasó volando. ¿Qué son, después de todo, doce años cabales? ¿Qué importa que durante esa docena de años, el tiempo –este duro y hermoso tiempo del hombre− haya cubierto al viajero del polvo de casi todos los caminos?

            Lo digno, lo puro, lo que ensancha el alma y la dignifica, es estar aquí, en esta ciudad de mar y cielo, junto a hombres de jerarquía y a seres que por su nobleza, su integridad y sus principios, no hacen nada más que embellecer el instante consecutivo de todas las horas.

            Antonio Gil Salort, el hermano tálense que así como compone sus «Montieleras», arriesga, sin la guitarra, otro acorde en la música de su alma, trajo la noticia, la querida noticia del milagro:

            −José Pedroni está en Mar del Plata y envía la fraternidad de su saludo…

            Fue bastante. Tanto, en realidad, que enseguida dimos con él, pero no sin antes, por cierto, haber ocupado una infinidad de taxis y de haber recorrido kilómetros de playa, viendo, observando, preguntando. Lindas muchachas de bronce nos cruzaban la diagonal del paso; hermosas mujeres doradas por el sol oceánico estuvieron allí, delante de nosotros, escuchando la súplica de reclamo perentorio.

            Y vino el abrazo. El abrazo que –no por culpa de Pedroni, precisamente, y sí a causa de zafio servidor de la fábrica de arados− se había demorado en el tiempo, en un lapso de doce años que casi abarca el tamaño de una vida.

            Y con el abrazo, vino la paz. Y vino también el vino, esa limpia sangre de la vida que, cuando se bebe con amor y con alegría, desata la lengua y pone sobre los hombros la magia de un elemento casi desconocido. El mismo Pedroni, al dorso de la adición de cifras astronómicas, lo comienza por decir en una copla que, más que una copla inventada, sobre el mantel parece un «mea culpa», redivivo y condenatorio:

                        La culpa la tiene Horacio

                        gran artífice latino,

                        que muy fuerte o muy despacio

                        hizo el elogio del vino.

                        Y si no, la tiene Omar

                        que por empinar el codo

                        no se hacía de rogar,

                        pues se lo bebía todo.

            Pero no se crea. En la vida del poeta no todo suele ser el contenido, más o menos ocasional, de una copa fina y hermosa con las que, con tanto gusto, ponderaba el inmortal Omar Kayyam cuando, por ejemplo, estremecía a Persia con aquello, tan suyo, de «la noche hace huir a las estrellas con la piedra de bronce». Y porque en la existencia de los poetas existen, además, otros y muy fundadores elementos, Pedroni, el gran Pedroni que hoy es más que nunca «el hermano luminoso», cuenta para el país, por primera vez, en razón de qué y por qué el maestro Leopoldo Lugones saludó la aparición de su verso con palabras que aún siguen estremeciendo la carne doliente de la República:

            −Fíjese usted, querido Seri. Don Samuel Glusberg, actualmente en Chile –hombre sea dicho de paso, a quien tanto le debe la cultura literaria del país−tenía en su poder listo para editar, los originales de mi libro Gracia Plena, un poemario que escribí de noche, como deslumbrado por la luz de una lámpara, cuando supe que mi mujer, esta mujer mía que tanto alabo y quiero, iba a tener nuestro primer hijo. Don Leopoldo Lugones –alma grande y noble que, como usted sabe, andaba siempre con un destello de amor en la mirada− accidentalmente leyó, en casa de Glusberg, el poema inicial de mi libro. Allí, en esa casa, sobre la marcha, me escribió, pleno de fervor, una carta que, si la memoria no me traiciona, decía de la siguiente manera, luego de otras consideraciones de menor cuantía: «Y ojalá que todo el libro fuese así para tener el gusto de saludar a un nuevo porta con toda la alegría de que soy capaz».

            Como ve usted, un hombre puro y limpio, espontáneo y generoso, que a mí me cupo luego, el altísimo honor de conocer y de tratar de cerca. Y, por sobre todo, de quererlo con el entero afecto, tal, en realidad como él –el gran desaparecido como usted lo llama− lo merecía, no sólo por su genialidad creadora, vital y formidable, sino que, esencialmente, por las muchas virtudes que acompañan su persona, como la sombra al cuerpo. Después, ya conoce usted lo que vino. Vino, precisamente, aquello tan difundido de «El hermano luminoso». Y vinieron además, otras muchas y lindas cosas: desde otro Segundo Premio Nacional de Literatura por mi Monsieur Jaquín (año 1956) hasta la maravilla de mis nueve nietos, muchachos que llenan la vida mía y de mi esposa.

            Tanto, al decir verdad, que en la actualidad –acaso, para asignarle a los niños de mi patria un nuevo y más armonioso sentido de la existencia− hago títeres; títeres, precisamente, en el tratrito «Pedro Pedrito», fundado por mí en 1957 en compañía de un maestro de dotes poco comunes: Ricardo Borla que es, por su corazón, un hombre que vale toda la plata del Potosí. Entre él y yo, adiestramos a los titiriteros: 4 niños y dos jóvenes, con los cuales además fabricamos los muñecos: unos 50 , más o menos, que constituyen –hay que decirlo− nuestra propia felicidad. La escenografía, compuesta por unos 25 telones, es obra de un pintor modesto dependiente de la Dirección de Ornamentación de mi provincia natal: «Gonzalito», hombre también de alma fina y hermosa.

            Los vestidos de los títeres son hechos por los niños y jóvenes del equipo y por las buenas madres de Esperanza, esa palabra verde, que usted, amigo mío, pondera sin reservas.

            Quiero decirle, además, que las obras que representa «Pedro Pedrito» son escritas por nosotros y hemos dado ya más de 30 funciones: en Esperanza, Santa Fe, Rosario, Rafaela, Gálvez, San Carlos, Moisés Ville, Humberto Iº y otras poblaciones que, como es natural han quedado patéticamente deslumbradas por la magia y las virtudes de nuestro querido «Pedro Pedrito».

            Cómo me gustaría, de veras, que con intervención de las autoridades municipales –el profesor Luis Falcone, por ejemplo− pudiera un día debutar aquí, en Mar del Plata, ese teatrito que todos llevamos en el alma, tal vez, porque no hemos perdido, como usted, como yo, el niño y el ángel que guardamos, como en una caja, dentro del pecho… ¡De veras, cómo me gustaría!…

 

El hermano luminoso

Este es, en otras palabras, José Pedroni, altísimo poeta nacional, que no niega su concurso a las mejores disposiciones de la mujer y el hombre y que ama, con su mejor buena voluntad de amor, el mundo maravilloso de los niños. Este es, también, el hombre que registra en su haber consagratorio, dos premios nacionales y otros (años 1957, 1958 y 1959) del Instituto Judío Argentino de Cultura e Información llamado «Alberto Gerchunof», en homenaje precisamente a quien, como él, hizo a través de su vida y su obra una latente y esperanzada manifestación de afectos, puesta incondicionalmente al servicio del pueblo.

Este es asimismo, el ser humano, que ahora, próximo a dar a luz Cantos del Hombre, trabaja con fe por los días futuros: por lo días, justamente, que le anuncian a la patria entera y luminosa un porvenir mejor y más alto. Este es también el autor celebrado en todos los países de habla hispana, que, desde el día augural de La gota de agua, ha publicado sucesivamente, Gracia Plena, Poemas y Palabras, Diez mujeres, El pan nuestro, Nueve cantos, Monsieur Jaquín, el árbol sacudido (una antología fuera de comercio) y Hacecillo de Elena, un canto de amor tendido como una alfombra mágica, a los pies de su esposa, una admirable mujer de ojos azules que, cuando mira detenidamente acapara el océano y se inventa, para júbilo del gran poeta que es su marido, un pececillo de oro, que de pronto, parece que anhela escapar como con alas del mundo anímico que le asiste.

Este es, en fin, «el hermano luminoso», es decir, el poeta y el hombre –tan admirables el uno como el otro− que nunca nos negó, no, el abrazo que un día quisimos darle en la puerta de una fábrica de arados.

 

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